Recuerdo cuando unas pocas y tímidas voces empezaban a señalar con el dedo la falta de fuelle de la industria nipona. El desgaste de la que se consideraba como la indestructible industria de videojuegos mundial. Esa que miraba con orgullo y menospreciaba a Occidente. La que vendía millones y millones de copias sin salir de Japón. Hasta que un día se topó con ese dedo en el ojo y descubrió aterrorizada que esos desarrolladores de ojos redondos no sólo le había metido el dedo en el ojo. Le habían pasado toda la mano por la cara.
Horas y horas de sueño perdidas necesitó Japón para asumir que algo se desmoronaba en su manera de entender lo que ellos mismos habían levantado. Al fin y al cabo son japoneses y la cultura japonesa prefiere asumir una convivencia con ese error que enfrentarse a cortarlo de raíz. Ahí está la yakuza convertida en sociedades empresariales al margen de la Ley. Pero cuando tiraron la toalla y la industria asumió que algo pasaba, Japón se sumió en la autocrítica. Y sin embargo, en estos años nada parece haber cambiado en su forma de crear videojuegos. Difícil rumbo el de las desarrolladoras en Japón. Unas desarrolladoras cuyo mayor enemigo puede no estar al otro lado del charco. Sino incrustado dentro de su cultura y en su forma de trabajar.